sábado, 27 de marzo de 2010




Alma despertó después de largos días de sueños sin fin, aunque en verdad sí hallaron su fin aquella noche de otoño veraniego en la que miró hacia el otro lado de su ventana de marco verde agua y encontró en su virgen árbol un ser de extraña procedencia, una bien (o mal quién sabe) llamada Epifita, una diminuta planta ajena y perturbadora, de esas que se prenden a un ser para alargar su vida y en donde pueden comienzan a crecer y a brotar, abrazando bellas ramas, contaminando con su savia a ese tan adorado árbol que Alma cuidaba a diario desde su ventana.
Con un poco de extrañeza ante lo nuevo, y con bastante decepción por lo contaminado que creía a su árbol, Alma extendió sus manos por la ventana y al tocar a ese perverso parásito, sintió un pasajero mareo, en el que reconoció imágenes de su corta vida. Mentiras, engaños, traiciones, dolores. Qué tendría que ver todo esto con la diminuta epifita...
Con una apariencia un tanto reflexiva Alma liberó una pequeñita lagrima de dolor que corrió por su suave mejilla hasta caer en las raíces de ese árbol al que tanto adoraba.
Quizás la epifita no era taaan contaminante como ella creía en un principio, quizás lo nuevo no tiene que traer automáticamente dolor y tristeza, quizás a ese árbol le faltaba ser aún más regado, para que sus ramas no se llenen de epifitas y para que las verdes hojas y las blancas flores lo abunden como en aquellos tiempos en los que Alma todas las mañanas se asomaba a recibirlo por su ventana y a cantarle su canción de Buenos Días. Tal vez de esa manera las epifitas no perturbarían a ese hermoso árbol de magnolias y Alma dejaría de sentir esos extraños mareos de dolor.

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